El amanecer en el Paseo de Pereda, los días de viento sur en diciembre, tiene algo de excepción meteorológica y de ceremonia íntima. La bahía de Santander despierta con una luz que no encaja con el calendario: tonos dorados, casi primaverales, resbalan sobre el agua en un mes que debería ser gris y corto. El viento cálido barre la humedad, despeja el cielo y deja un horizonte tan nítido que se distinguen, una a una, las siluetas de las lanchas surcando hacia Pedreña.
A primera hora, cuando los primeros autobuses cruzan el túnel y los comercios aún tienen la persiana a medio subir, el Paseo de Pereda es territorio compartido entre corredores madrugadores, gente que baja al trabajo desde el Castelar y jubilados que se paran, sin prisa, a mirar el espectáculo. El viento sur empuja las palmeras hacia el mar y deja el aire extrañamente templado: basta una chaqueta ligera, aunque el calendario diga diciembre. El sol asoma por detrás de la Magdalena y empieza a dibujar brillos en los cristales del Centro Botín y en las fachadas históricas que miran a los jardines.
El rumor del tráfico en el carril bus convive con los sonidos pequeños: el chirrido de las gaviotas, el golpeteo de los obenques en los mástiles del puerto deportivo, el crujido de la grava en los jardines bajo las zancadas de los que atraviesan camino de la oficina. En los bancos que miran a la bahía, algún termo de café, manos en el bolsillo y esa frase que se repite todos los años cuando entra el sur: “Parece que no es diciembre”. La sensación térmica acompaña el comentario; la luz, también.
A medida que el sol gana altura, el juego de reflejos se multiplica. El edificio de la Grúa de Piedra se recorta sobre un telón azul limpio, sin bruma, y las montañas de fondo aparecen más cerca de lo habitual. Los barcos del ferry, si coinciden en maniobra, atraviesan la escena como un actor secundario que entra sin interrumpir la trama, dejando una estela blanca que el viento deshilacha en segundos. Los que caminan por el lado de los jardines levantan de vez en cuando la vista del móvil, casi extrañados de encontrar esta luz de sur plantada en pleno diciembre.
En esos días, el Paseo de Pereda funciona como un mirador cotidiano de un fenómeno que en Cantabria se reconoce al instante: cuando sopla sur, la ciudad cambia de carácter. El amanecer deja de ser un trámite oscuro y frío para convertirse en una especie de paréntesis luminoso antes de que arranque la jornada. Para quienes lo viven a diario, no deja de ser el mismo paseo, las mismas baldosas y los mismos árboles. Pero cuando el viento baja caliente de la cordillera y empuja las nubes hacia el mar, el diciembre santanderino se disfraza de otra estación, y el amanecer, en Pereda, parece una tregua firmada entre el invierno y la luz.














