La reforma de la Ley del Suelo aprobada por el Gobierno del PP en enero de 2024 ha permitido en apenas dos años la autorización de más de 570 viviendas unifamiliares en suelo rústico, la gran mayoría concentradas en municipios costeros con alto valor natural y paisajístico. Los datos, a los que ha tenido acceso este periódico, desvelan que de las 1.055 licencias otorgadas por la Comisión Regional de Ordenación del Territorio y Urbanismo (CROTU), un 54% —es decir, 571— corresponden a viviendas, de las cuales 458 son de nueva planta y 113 obedecen a cambios de uso. Una cifra que, lejos de disipar dudas, alimenta las críticas de partidos de la oposición y organizaciones ecologistas, que ven en esta normativa una puerta abierta a la especulación inmobiliaria y al deterioro del patrimonio rural.
La distribución geográfica de las licencias refuerza esas inquietudes. Piélagos encabeza el listado con 38 permisos, seguido de Valdáliga (32), Ribamontán al Monte (30), Marina de Cudeyo (28) y Suances (25), todos ellos municipios de la franja litoral donde la presión urbanística ya era elevada antes de la reforma. Este fenómeno, concentrado en zonas de alto atractivo turístico y ambiental, cuestiona el argumento esgrimido por la presidenta María José Sáenz de Buruaga, que defiende la ley como «la mejor política contra la despoblación» y una herramienta para dinamizar el medio rural.
Durante este periodo, la Comisión Regional de Ordenación del Territorio y Urbanismo (CROTU) ha autorizado más de mil construcciones en suelo rústico (1.055 permisos), de los que más de la mitad —un 54%— corresponden a viviendas unifamiliares, especialmente nuevos proyectos (458) y cambios de uso (113). Aunque el Gobierno argumenta que no ha habido “un aluvión de licencias”, la tendencia preocupa a los defensores del modelo tradicional, que temen una progresiva saturación y la pérdida de identidad paisajística.
Sin embargo, las voces críticas insisten en que lejos de fijar población estable, la normativa favorece una proliferación incontrolada de viviendas destinadas al turismo residencial, con el riesgo de convertir municipios enteros en parques temáticos para visitantes ocasionales. El caso de Villafufre, donde se han concedido seis licencias en un municipio con poco más de mil habitantes, se utiliza por el Ejecutivo como ejemplo de éxito demográfico, pero no oculta el dilema: ¿crecimiento real o simple aumento del censo en base a segundas residencias y alojamientos turísticos?
Organizaciones conservacionistas denuncian además que la reforma, al eliminar la necesidad de recalificaciones urbanísticas y reducir controles administrativos, abre la puerta a construcciones en áreas hasta ahora preservadas, alimentando un modelo que prioriza el beneficio privado sobre la protección del paisaje y el equilibrio territorial. La ausencia de un análisis riguroso sobre el impacto acumulado de tantas licencias en zonas sensibles refuerza esas dudas y alimenta el temor de que Cantabria esté cediendo su identidad rural y su calidad ambiental en favor de un desarrollo urbanístico desregulado.
Mientras el Gobierno regional celebra la agilidad burocrática y presume de impulsar la economía local, la realidad dibuja un escenario en el que el suelo rústico —históricamente protegido— se transforma en terreno fértil para inversores y promotores, poniendo en jaque el modelo de desarrollo sostenible que Cantabria debería perseguir. La Ley del Suelo del PP, lejos de ser una solución mágica contra la despoblación, se perfila como un experimento arriesgado cuyos efectos adversos podrían tardar años en revertirse.